Elstree Studios, Reino Unido, 1976. Una lucecita roja en una cámara abre el portal que une un estudio de grabación con la Galaxia entera. Se enciende la luz, aparece Han. Se apaga, vuelve Harrison. Se vuelve a encender al grito de «¡Acción!» de un joven George Lucas, y todo vuelve a cobrar vida. Personajes autóctonos de la mente de Lucas se trasladan al mundo tras las pantallas gracias a la magia del cine. Ahora habitan en muchas, muchísimas mentes más. La música de la cantina hace mover las caderas a una maquilladora mientras sujeta las prótesis que debe colocar a un feo extraterrestre, y hace mover los pies al ritmo de la psicodélica sintonía galáctica a un ayudante de cámara. Mientras Mark Hamill (Luke Skywalker) y Alec Guinness (Obi-Wan Kenobi) esperan su turno para salir en escena, Harrison está ya preparado para la suya, sentado en una de las mesas del fondo de la cantina charlando con Greedo, un contrabandista insectoide que sabe lo que piden por él y no piensa dejarlo escapar. ¡Bang! Se oye un disparo y Greedo cae muerto. Aunque eso de «Han shot first» no le importó a nadie hasta que decidieron cambiarlo y hacer que el malo fuera más malo que el bueno, es decir, que fuera Greedo quien disparara primero. La escala de grises se debió perder con Alderaan.
¿Y qué es de Leia? Carrie Fisher, la adolescente que le dio no solo vida, sino mucho más al personaje, era casi virgen en el mundo del cine. Una joven bonita, con talento, pero quizás demasiado frágil para soportar un viaje de tales dimensiones. Un salto al hiperespacio en toda regla. Dime Leia, ¿qué es lo que miraban tus ojos de adolescente princesa galáctica? Puede que algunas veces a Harrison Ford, un carismático actor, casado, en la treintena; y otras a Han Solo, un avaricioso e incorregible contrabandista que finge ser peor de lo que es. Realidad y ficción, qué fáciles son de confundir cuando convergen en un único cuerpo.
Leia y Han se enamoran, sí. Carrie de Harrison también. Harrison de Carrie, no. Han Solo, Indiana Jones, Rick Deckard y, por último, Ford. Héroes por los que tantos suspiraron besaron a Carrie en la parte trasera de un coche. Y después, nada. Tres meses de romance patético y un corazón roto. «Ojalá me hubiera enamorado de Mark», decía ella. Apuesto a que Mark Hamill, quien encarnaba a su hermano mellizo en las películas, sentía devoción por ella. Apuesto a que hubieran sido muy felices juntos. Pero Han disparó primero.
Y la fama prematura y un corazón roto no son buena compañía. La primera te consigue demasiadas copas gratis, que se acumulan en las grietas del segundo. Bipolaridad, drogas, antidepresivos. Un cuerpo en bikini metálico esculpido en cera. La decadencia de una carrera. Dos historias de amor que terminaron en fracaso. Libros autobiográficos empapados en alcohol. Un sentido del humor sarcástico siempre presente. Una madre artista. Una hija que la salva. Un bulldog que la acompaña. ¿Hubiera cambiado algo si el pasado fuera alterable como las películas? ¿O seguiría siendo real ese «Me sigues volviendo loca» que la general de la Resistencia, Leia Organa, le dice a un muy envejecido Han Solo al despedirse por última vez? ¿Estaría la luz roja encendida o también apagada?
Texto basado en la última autobiografía de Carrie Fisher, The Princess Diarist.









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