Cualquiera que salga a pasear por la playa de Sitges, con suerte, podría cruzarse con el señor del que os voy a hablar. Figuraos un anciano entrañable, muy pequeño pero robusto, siempre con un abrigo de plumas azul marino y su boina gris oscuro bien sujeta a la cabeza, paseando a su perrita, una pequeña y sonriente Border Collie. Puede que nada en él llamase vuestra atención al principio, pero al igual que pasa con muchas personas, si os detuvierais a mirarlo, veríais algo en él que no podríais volver a pasar por alto.
Aunque sólo lo haya visto una vez, su imagen está grabada a fuego en mi memoria. Recuerdo, además, muchas otras cosas del día que lo conocí.
Era un martes de semana santa, de hará ya unos tres años, y recuerdo que el viento era fuerte pero no hacía demasiado frío. Mis padres trabajaban, así que fui a pasar el día con mis tíos a Sitges, un pueblo costero a media hora en coche de donde vivía yo. Me recogieron en su pequeño Peugeot, en el que traían también a su perro, el pequeño Roku, que estuvo durmiendo en mi regazo todo el trayecto.
Después de pasear entrando y saliendo de las pequeñas tiendas de las calles en subida, observar la iglesia y la casa de Dalí desde todos los enfoques, y hacernos fotos en todos los rincones mínimamente pintorescos, decidimos parar a comer algo. A pesar de que estábamos algo cansados, Roku parecía fresco como una rosa, y no paraba de saltar y molestar a otros clientes. Como mis tíos no parecían muy dispuestos a levantarse del sofá donde estábamos tomando algo, les dije que me iría a dar una vuelta con Roku, y les pareció bien. Él parecía realmente satisfecho, pues empezó a saltarme encima, dejándome los pantalones negros llenos de huellas blancas. Una vez en la calle, decidí dejarme guiar por su hocico y terminamos en la playa.
Eran las seis y mucho de la tarde y el sol empezaba a desaparecer por mi derecha. Saltamos a la arena y, al ver que estábamos prácticamente solos, lo liberé de la correa un rato. De repente, vi cómo salía disparado, haciendo saltar la arena con sus patas traseras mientras se dirigía rápido como una flecha hacia otro perro que había más allá. Corrí tras él, y cuando llegué a su altura, me encontré con el anciano de chaqueta de plumas y boina riendo alegremente mientras miraba a los dos perros jugar.
– ¡Disculpe señor! No pensé que fuera a salir corriendo de esta manera, está un poco excitado esta tarde.
– No te preocupes, tienes un perro encantador. ¿Es macho verdad? Mi Carmencita los trae locos a todos.
– Realmente es guapísima.
Nos reímos los dos. El rumor de las olas y el susurro del viento hicieron el silencio que vino después más agradable. Miré al señor, y entonces vi que sus ojos eran enormes y de un azul más bonito que el del mar y que el del cielo. Un azul casi artificial, que guardaba toda la magia del mundo en su interior. Me quedé unos segundos absorta en el color de sus ojos, hasta que volvió a hablar, sin apartar la mirada de su perrita.
– Sí… sí que es guapa. Es mi mayor tesoro, ¿sabes?
Lo miré con ternura y le sonreí, sin atreverme a interrumpirle. Los perros seguían jugando entre ellos, oliéndose y revolcándose en la arena.
– Esta perrita me ha salvado la vida. – continuó, mirándome a los ojos. – Cuando Carmen, mi esposa, murió, mis hijos me la trajeron un día a casa. Era la cosa más pequeña y bonita que hubiera visto yo nunca, y a pesar de eso, al principio no me la quería quedar, ¿te lo puedes creer?
El señor se rio en un par de sílabas, incrédulo del que un día fue su propio pensamiento.
– Ahora les estoy tan agradecido… Verás, yo soy diabético. Antes me pasaba el día sentado en el sofá, controlándome el azúcar y viviendo cada día igual que el anterior, sobre todo desde que enviudé. Pero con ella… con ella todo cambió. Carmencita me hace levantar del sofá cada día, al menos un par de veces, para sacarla a pasear. Luego en casa me hace muchísima compañía, y es tan cariñosa… Incluso me encuentro mejor de lo mío desde que la tengo. No sé que haría yo sin ella… es como si fuera una hija mía. La quiero muchísimo.
La dulzura con la que me dijo todo esto y la profundidad y bondad de sus ojos azules me caló hondo. Nos despedimos tras desearnos lo mejor, y vi como se agachaba con dificultad y besaba a su Carmencita en la frente mientras le sujetaba la cabeza con ternura. Carmencita le daba lametones por toda la cara, tirándole incluso la boina a la arena. El señor reía mucho, sin parar. Todavía recuerdo su risa de hombre bueno. Yo volví a atar a Roku, que no dejaba de mirar cómo se alejaba Carmencita por la orilla, con la lengua casi rozando el suelo, y regresamos juntos y callados.
Y ya lo veis, han pasado tres años y aun hoy los recuerdo perfectamente. Ojalá volviera a encontrarme con este señor y su perrita algún día. Ojalá vivan ambos para siempre, y que nunca tengan que añorar su risa y sus lametones. Ojalá existieran muchas más de estas personas de mirada tan pura y amor tan sincero. Ojalá nos riamos siempre de cuando casi cometemos un error, sin tener que lamentarnos nunca de haberlo hecho. Ojalá todas las historias con las que nos tropecemos durante los paseos sean así de bonitas. Y que en todos los paseos mi propio tesoro camine a mi lado.










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