No podía hacer nada mientras veía cómo todo aquello que le importaba le era arrebatado. Nada, salvo llorar y maquinar terribles venganzas entre humo y pensamientos afilados como cuchillos. Las cenizas se posaban como finos copos de nieve en sus pestañas y teñían su pelo del color del olvido. Sus ojos eran dos límpidos espejos en los que se acicalaban las llamas que el infierno le envió aquella noche. Lucio Belfiore asistía de este modo, amordazado e impotente, al que se convertiría en el prefacio de su propia leyenda.
Al retirarse el caos y deshacerse la noche, Lucio desgarró la piel del poeta introvertido y soñador que solía ser, y emergió de ella como una mortífera serpiente con las fauces abiertas y la mandíbula desencajada. Hay lágrimas que al verterse no mojan; queman la piel y el alma como el fuego griego, y a más llorar más se alimentan, hasta que terminan por consumirte. Te confieren su poder mientras quede vida por arder.
Esas lágrimas hicieron de Lucio un dios vengativo. El pelo rojo del que solían reírse era ahora motivo de pavor, un sello de muerte. Sus ojos grises, que antaño buscaban versos en las nubes, en la luna y en los rostros de mujeres jóvenes, rastreaban sin descanso las huellas de sus presas. Su sonrisa inocente se tornó lobuna, y sus manos blancas casi de doncella se mancharon de sangre.
Dime, amada mía, ¿cuántas lunas bastarían?
¿Cuántas serían suficientes para distraer mi mirada
del rostro por el que tantos ángeles caerían,
por el que gustosamente hundiría mi espada?
La respuesta es, he descubierto, bien sencilla:
Ni cegados por la luz blanca del cielo que reclamo,
mis ojos olvidarían buscarte y decirte que te amo.
Son los únicos versos que conservó tras el incendio del que surgió. Son las últimas palabras escritas por el joven poeta que era. Las últimas gotas de ternura que derramó su corazón antes de tornarse en un fragmento de obsidiana. Y al final, no eran más que los juegos de palabras de un tramposo, frívolas declaraciones de un amor que no sentía pero que algunas mujeres se esforzaban en creer. Aun así, Lucio convirtió el papel que acunaba a su única creación lírica viviente en su bandera, y sus palabras fueron su himno, de modo que cuando alguien oía hablar de luz blanca y de ángeles caídos, no tardaba en descubrir a los pocos días algún rastro de muerte en las cercanías.
Conforme se iba forjando su fama, el significado de esos versos se fue desfigurando lentamente, hasta que el rostro de la amada se convirtió en el de la venganza y la espada se hundió finalmente por ella. Los dos últimos versos se metamorfosearon, de promesa de amor incondicional a promesa de caza inevitable. Al poco tiempo era ya un mito viviente. La gente aprendió a huir al sentirlo cerca, y el simple hecho de mirarlo de frente se tenía por una maldición mortal. «Ni cegados por la luz del fuego que prendisteis, mis ojos olvidarán buscaros y consumar su venganza». Y no mentía; sus ojos prendían fuego allí donde vislumbraran en la destrucción una oportunidad de calmar su sed.
El reinado infernal de Lucio Belfiore se agotó finalmente tras veinte largos años. Tras de sí, dejó unos pocos versos y un largo rastro de sangre, cenizas y azufre. Sólo cuando los últimos segundos se deslizaban por la cintura del reloj de arena que contenía su vida, sólo cuando las llamas de fuego griego estaban cerca de haberlo consumido por completo, sólo entonces, se arrepintió, pues comprendió que el de la venganza es un camino que no acaba sino en la muerte de uno mismo. Y así se fue el poeta, el duende de pelo rojo y manos finas que le cantaba a la luna. Con él murieron la venganza y el arrepentimiento, pero pervivieron la leyenda y su canción.









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