Te levantas de buen humor. Estiras brazos y piernas hasta donde lo permita tu anatomía, bebes unos sorbos de agua, saltas de la cama y piensas en los colores que vestirás para afrontar tu día. Puede ser que toque ir al trabajo, o puede ser que toque limpiar alguna zona de la casa a fondo e ir a comprar. Incluso puede ser que tengas la suerte de poder descansar tapada hasta los ojos con una manta suave y no pensar en nada más que en lo que ocurre en la pantalla de la televisión, o quizá prefieras el rugoso blanco de un libro sobre tu falda.
Algunos de estos días, suena una canción en algún momento aleatorio de la tarde, o mientras cocinas con una amiga, y empiezas a bailar. Tu amiga empieza a cantar, recordando algunas fiestas donde sonó esa misma canción, y tú la sigues. Bailáis tal como hicisteis cualquiera de esas noches, con alguna copa de más, y con otras historias que contar que las que os contáis ahora. No te gusta pensar en ello, pero pronto hará un año de todas esas noches de libertad y éxtasis. De algún modo, te sientes como si hubieras ingresado en la cárcel siendo joven, y te preguntas si saldrás de ella envejecida, o si, por el contrario, la condena terminará pronto, y saldrás con las mismas ganas de comerte el mundo que tienes ahora. Pero nadie puede responder de momento a esa pregunta, pues los jueces en este caso todavía no se han pronunciado.
Esta tarde ha sonado una de esas canciones que tantas veces nos han acompañado en nuestros buenos momentos, y nos hemos subido a una silla cada una. Nuestros movimientos han sido más torpes, más rígidos, y necesitan algo de práctica para volver a ser lo que eran, pero los hemos disfrutado como nunca. Con las luces encendidas, el salón lleno de sábanas húmedas, las cortinas descorridas, y quizá algún vecino observando divertido. Llevábamos ropa de calle y los pantalones del pijama, e íbamos descalzas y sin peinar, pero nada de esto nos podía importar menos.
A veces ocurre, sientes esta absurda necesidad de bailar. De aflojar los músculos y dejar que la cadera se mueva de lado a lado, que los pies vuelen, pisen y salten adonde ellos quieran, que las manos choquen con las luces del salón, con tu cuerpo, con el de tu acompañante. No puedes bailar sin sonreír cuando bailas porque el cuerpo te lo pide.
Sientes este impulso cuando te sientes feliz, cuando te dan una buena noticia, cuando te sientes cómodo con quien te hace compañía, cuando te enamoras. Es como una extensión de la felicidad que sientes dentro, como si fuera tan grande que necesitara una vía de escape, y la encuentra en forma de música y movimientos de todo tipo.
Todo este tiempo sin pistas de baile no significa que no se pueda bailar. Solamente, hay que entender que cualquier sitio donde seamos felices nos sirve, y que quizá podemos compartirlo con menos gente, pero lo compartiremos con aquellos más cercanos a nosotros.
Porque, al final, el baile forma parte de nosotros mismos, y nos resulta tan natural como respirar. Y si sientes ganas de dejarte llevar con alguien que te hace feliz, con alguien que tampoco sabe cuánto tiempo más habrá que esperar, haz que le dé igual.
Y disfrutad de esta absurda necesidad de bailar.









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