Bajo el cielo de Zhutara: Parte II

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Segunda parte

En su rostro exánime todavía podía distinguirse el gesto de una sonrisa, y sus ojos descansaban cerrados sobre las piernas de aquel ser. La mujer extendió unas enormes alas tras ella, y las usó para volver a cubrir con la arena que dejaban, el cuerpo de Narazu.

-Tú, maldito demonio…- empezó Karya tras recuperar por fin el habla. Las lágrimas que caían de uno de sus ojos ardían con las llamas de la rabia, las del otro ojo, eran gélidas como el dolor que le oprimía el pecho y la garganta. – ¡Tú has matado a mi hijo y a toda esta gente! ¡Eres el monstruo del que hablan las historias! – Empezó a atacar a la mujer de arena con sus manos desnudas, golpeándola con puños, arañándola con sus largas uñas, que se llenaron rápidamente de arena húmeda y antiquísima.

El ser no se defendió, bajó la cabeza, aceptando las arremetidas de aquella madre destrozada. Incluso cuando su brazo derecho cayó, destrozado por los golpes de la mujer, al suelo, no dijo nada.

Aun así, eso provocó que Karya se detuviera. Se quedó mirando el brazo, que lentamente fue desintegrándose y fundiéndose con la arena desértica que cubría el suelo, donde se encontraba de nuevo enterrado su hijo, y cayó sobre sus rodillas, agarrando con fuerza la ropa que cubría su pecho y llorando desconsoladamente.

De pronto, un sonido hizo que ambas mujeres levantaran la cabeza y se volvieran para descubrir su origen. A unas decenas de metros de ellas, un hombre de mediana edad cayó, cubierto de capas y arañazos en las zonas donde su piel quedaba expuesta, por uno de los accesos al palacio subterráneo, tal como le había sucedido a Karya apenas unas horas antes.

El hombre se levantó rápidamente, y empezó a deshacerse de todas las capas con las que se había cubierto para tratar de protegerse de las tormentas diurnas de Zhutara. Miró a su alrededor, desorientado, y al ver al ser de arena, se le iluminaron los ojos y corrió hacia ella, ignorando por completo a Karya.

-¡Sí! ¡Lo sabía! – El hombre contemplaba con avaricia al ser, tomando fragmentos de su carne, llenándola de agujeros, y guardándose toda esa arena en los bolsillos y la bolsa de cuero que llevaba colgada al hombro. – Con todo este oro podré comprar por fin un barco y convertirme en un rico mercader. ¡Lo sabía – rio –, sabía que no estaba loco!

El ser miró a Karya, con su rostro hierático, como una estatua maltratada por el tiempo, llena de imperfecciones, con un brazo menos y ahora un abdomen destrozado por las manos de aquel hombre, y Karya comprendió entonces que lo que el hombre veía en ese ser era lo mismo que había visto ella: su mayor deseo.

De pronto, como movida por un impulso, Karya tomó al hombre de la mano con la que se disponía a arrancar un pedazo más de arena, y lo obligó a mirarla a la cara. Pero el hombre no vio a una mujer tratando de ayudarlo, sino a un enemigo dispuesto a llevarse su tesoro. Y con los ojos inyectados en sangre, sacó un cuchillo de su bota y la atacó. Karya se apartó rápidamente, pero aun así, el cuchillo logró rasgar la carne de su antebrazo. El hombre volvió a arremeter contra ella, pero antes de lograr nada, su mirada se apagó de repente, y cayó de bruces contra el suelo. Tras él, el ser de arena se encontraba en posición de ataque, y en sus uñas rocosas había rastros de sangre.

-Lo has matado – afirmó Karya con asombro. El espíritu asintió lentamente. – ¿Lo has hecho para protegerme?

-Lo he hecho porque él no tenía salvación. Y tú sí la tienes. –La mujer habló con una voz retumbante, antinatural, pero firme. Sus labios no se movieron ni un ápice para pronunciar esas palabras. De algún modo, Karya sintió como si lo que le hablara fuera el aire que la envolvía, o todo el desierto, a través de cada grano de arena.

-¿Quién…? ¿Qué eres? – Mientras aguardaba expectante la respuesta, Karya trataba de detener la hemorragia de su brazo herido aplicando presión con su capa. 

-Soy todas las cosas que los humanos deseáis. Puedo serlo todo o no ser nada. Soy varios siglos de castigo y desdicha. He sido amante, padres o hijos muertos hace mucho, he sido tesoros, coronas, reina y dragón. He sido lo que cada alma desdichada que ha entrado en mi palacio ha soñado con tener. Y he sido, de todos ellos, la causa de su muerte. Un espejismo que conduce al abismo.

Acto seguido, empezó a vaciar los bolsillos y la bolsa del hombre al que había matado, dejando que la arena que había pertenecido a su cuerpo volviera a formar parte del desierto. Karya observó con pena y remordimiento el busto maltratado de aquel ser que la había salvado, el muñón que colgaba bajo su hombro derecho y por el que caían con timidez hilos de arena dorada.

-Es un ínfimo precio a pagar por todo el dolor que he causado – le instó la mujer, respondiendo a sus pensamientos.

Karya asintió, consternada.

– ¿Puedo pedirte que me cuentes qué le sucedió a mi hijo?

La sobrenatural mujer se arrodilló junto al montículo de arena en el que descansaba el cuerpo de Narazu, y posó su mano sobre la zona donde debía encontrarse su pecho, antes de empezar a hablar.

<<Tu hijo llegó a mí hace unos meses, como uno más. Un hombre joven, valiente, y por lo tanto, condenado. Los jóvenes que desean algo, lo hacen empleando todo su ser, y no es extraño que acaben cruzando este desierto por amor, como Narazu. Pero estas historias, al menos aquí, no suelen acabar bien.

Yo me encontraba por aquel entonces dando sepultura a otro hombre que había llegado tres meses antes y que me veía como a su difunta hija, Lila. Fui su hija durante esos meses, y aunque lo intenté, como siempre, no logré que despertara. Tras tanto tiempo, he llegado a comprender que cuando un humano quiere creer algo con mucha fuerza, no hay forma de hacerle ver la realidad. Finalmente, y como todos, el hombre murió enfermo, aunque feliz porque su querida hija estaba a su lado.

Narazu me encontró y me bautizó como Amubara. Pronto descubrí que se trataba de la mujer a la que amaba. Y debes saber una cosa, aunque una vez fui humana, hace muchos siglos que ya no lo soy. Y aunque todavía conservo la capacidad de sentir, de sufrir, hace tiempo que perdí la capacidad de amar. Pero tu hijo fue un gran hombre, y esa mujer, Amubara, hubiera sido muy afortunada de poder desposarlo.

Me esforcé muchísimo para mantenerlo con vida, me esforcé para que despertara y pudiera huir de este palacio y de mí, pero no lo logré. Murió hace cuatro días. Y lo hizo feliz, abrazado a mi cuerpo, que para él, era el de su amada. Ese es todo el consuelo que puedo ofrecerte. >>

-Gracias – Karya le tomó la mano que le quedaba y lloró amargamente.

-Mujer – le respondió el espíritu -, debes saber que eres la primera persona a la que logro salvar, la primera a la que consigo hacerle abrir los ojos. Narazu y tú contáis con mi agradecimiento eterno por concederme este pequeño triunfo, y espero que puedas perdonar mis pecados, ahora que los conoces.

-No son tus pecados, sino tu condena. Muy en el fondo de mi corazón, había aceptado que no volvería a ver a mi hijo con vida. Así que no debo perdonar nada, debo agradecerte que mi Narazu haya muerto feliz a tu lado, aunque se tratara de un espejismo, pues mi mayor miedo era que hubiera muerto sufriendo sin sus seres queridos para hacerle lado.  

Ambas mujeres se dedicaron una cálida sonrisa, aunque la de la mujer de arena fue más una sensación, pues su rostro no cambió en absoluto. Afuera empezaba a anochecer, y el sonido de viento huracanado se fue apagando lentamente. Karya le expresó a la esfinge de arena su deseo de poder llevarse el cuerpo de su hijo a la aldea y darle sepultura junto a su marido. Ella la miró con sus ojos de arena y asintió. Con sus alas, descubrió el cuerpo de Narazu, lo tomó con delicadeza con su único brazo, e invitó con un gesto a Karya a agarrarse a su cuello. Extendió sus alas con majestuosidad, y de un impulso que parecía imposible de lograr con ese cuerpo aparentemente tan frágil y maltrecho, ascendieron rápidamente un par de metros. Las alas siguieron moviéndose arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que, al fin, alcanzaron una de las galerías que conectaba el palacio subterráneo con el desierto.

Karya notaba como, cuanto más se acercaban a la salida, más torpes y forzados se volvían los movimientos de las alas. Comprobó con espanto cómo la arena se endurecía lentamente, y se iba agrietando a cada movimiento. Aun así, no se detuvieron. Siguieron elevándose hasta que emergieron por el agujero y se encontraron bajo el cielo escarlata oscuro de Zhutara.

El ser alado se posó sobre la arena lo más suavemente que pudo, pero su cuerpo ya se movía como el de un soldado vestido con una armadura oxidada. Estiró el cuerpo de Narazu sobre la arena, que mantenía su tonta sonrisa de enamorado, y Karya se soltó de su cuello, preocupada.

Por un momento, a Karya le pareció que la mujer recuperaba su rostro humano y que le sonreía, pero de verdad. Esa fugaz imagen desapareció en cuanto parpadeó, y contempló conteniendo el aliento y con su hijo en sus brazos el final de aquel misterioso ser del desierto.

Sus miembros empezaron a agarrotarse y las alas se replegaron. Cayó sobre una rodilla en la arena, bajó la cabeza, y cerró los ojos. Así, inmóvil y exánime, aguardó a que los vientos que vendrían con el día la vinieran a buscar y se la llevaran volando por todo el desierto, ese lugar al que siempre había pertenecido y, a pesar de ello, no conocía todavía.

Por fin era libre.

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Soy Mireia,

Y os doy la bienvenida a mi bosque, donde bestias de tinta se alimentan de palabras y crían historias.