Abro los ojos en medio de un océano mortífero. Apenas hay diferencia entre lo que veo cuando no veo nada y lo que veo cuando realmente veo: un negro absoluto y omnipresente que me envuelve y a ratos me traga y me disuelve. El aire que llega a mis pulmones me recuerda que sigo viva cada vez que inspiro, pero el resto de mi cuerpo se siente ya en el limbo.
Roto sobre mi eje como un planeta, y dejo que entren por mis pupilas las luces de millones de años de las estrellas que brillan en la lejanía. Busco algún sitio sobre el que posarme, alguna atmósfera en la que pueda respirar. Sueño con interceptar alguna señal errante, alguna voz conocida que llegue a mi transmisor. El miedo me ahoga y la falta de oxígeno muy pronto también lo hará.
Veo una cabalgata de asteroides que pasan por encima de mi cabeza, y logro aferrarme a uno pequeñito, tal como vi hacer de niña a un pez payaso con una tortuga. La corriente del espacio no es más que un concepto, algo intangible, pero arrastra a las rocas, y a mí con ellas. El silencio absoluto, el cero absoluto, la ingravidez absoluta. Aquí todo es absoluto y relativo. Y yo sigo aferrada a mi propia tortuga marina, con una esperanza relativa de sobrevivir y la absoluta certeza de que no lo haré.
Los asteroides marchan juntos como un banco de sardinas durante minutos, horas, incluso días. Mis células empiezan a asfixiarse. Mis manos se sueltan y salgo despedida dando vueltas bajo la triste mirada de los astros. La nada me acuna, me canta en silencio. Mientras voy dando tumbos y las luces a mi alrededor se van apagando, me parece ver a lo lejos a un niño regando una rosa, a un halcón de metal, a una perrita dormida, a un barco surcando el Universo en busca de tesoros…
Y sonrío, porque lo último que llega a mis ojos es un brillo azul zafiro. Los asteroides prosiguen su camino, atraídos por la belleza del planeta del que emerge, sin descanso. Puede que, de haber podido aferrarme a ellos durante el tiempo suficiente, me hubieran llevado a casa. Pero ver la Luna antes de mi noche es también un regalo.
«Cuando me haya ido para siempre, vuelve a por mí con tus corrientes caprichosas», le ruego al Universo que me rodea. «Pósame encima de un caparazón de roca y haz de mí una estrella fugaz; conviérteme en una señal de esperanza. Hasta entonces, esperaré soñando como una pequeña estrella más entre estas infinitas sábanas de seda negra».









Replica a mamamono Cancelar la respuesta