La paloma mensajera

La paloma mensajera

Se aleja volando con sus suaves alas hacia el horizonte azul. Lleva un mensaje anudado en una de sus pequeñas patas. Sus letras diminutas y apretujadas viajan acomodadas sobre un fondo blanco roto, el papel arrancado de un cuaderno ahora incompleto. El ave gris ignora el contenido de la valiosa carga que transporta, aun así, cumple con su cometido como el más diligente de los soldados.

Cada mañana, el amanecer y su lejana silueta llegan a la par. Se posa sobre el marco de una ventana abierta, y sus arrullos despiertan al joven durmiente que descansa sobre una cama con un cojín tan sutil que, a veces, parece desvanecerse bajo su cabeza. Aun así, duerme mejor y más profundamente que cualquier rey en su cama de plumas. Cada mañana, estira sus largos miembros hasta casi rozar el techo, abre bien la boca en un bostezo para dejar escapar los restos de sueños atascados en su aliento cargado, y da los buenos días a la paloma. Le ofrece pan y semillas y, mientras la observa picotear, se sirve un vaso de leche caliente en una taza de barro resquebrajada.

La paloma sigue los caminos invisibles que guardan los vientos, atraviesa las nubes con su pico oscuro como una flecha, y rompe las corrientes menos poderosas de aire con sus firmes aleteos. En sus pequeños ojos brillantes se reflejan edificios, árboles, nubes, bandadas de otras aves e incluso alguna colorida cometa de vez en cuando. Todo cuanto ven resbala por sus córneas vidriosas y cae en el olvido. Los ojos del emisor, verdes como los de un gato y protegidos por unas largas pestañas rubias, observan desde el marco de la ventana cómo se pierde en el horizonte su pequeña aliada llevando su preciada misiva, guardando en su retina cada pequeño movimiento, con el corazón lleno de esperanza.

¿A dónde se dirige la paloma? Ni él mismo lo sabe. Por su trayectoria, intuye que se trata de algún sitio hacia el noroeste, a no más de un día de distancia, pues cada mañana regresa a su ventana puntual como un reloj. Pero en realidad, no tiene interés en saberlo.

Todo empezó una mañana de finales de otoño, el peor otoño que pueda recordar. Leon, así se llama el muchacho, vivía con su hermana mayor, Louise, tras haber perdido a sus padres mucho tiempo atrás. Se las arreglaban con poco, vivían humildemente y contaban con la ayuda de muchas personas que los tenían en alta estima. La habitación en la que convivían, la misma que ocupa Leon ahora, se la cedía el posadero a cambio de ayudar en la cocina por las mañanas y trabajar como camareros durante algunas noches de mucho trabajo. A su hermana se le daba muy bien preparar caldos y estofados con todos los ingredientes de los que pudiera disponer. Cada vez tenía un sabor distinto, alguna hierba, alguna especia nueva aquí, una cebolla dulce en vez de apio, pero siempre dejaba a todos los clientes satisfechos y con ganas de volver. A Leon lo que más le gustaba era atender a los comensales con su buen humor y facilidad para hacer amigos, y picotear pan y queso cada vez que entraba a la cocina y el posadero no lo estaba controlando.

Por las noches, cuando el último cliente borracho ya se había ido dando tumbos hacia su casa o hacia quién sabe dónde, y ya estaba todo limpio y listo para la siguiente jornada, cogían dos jarras de madera, las llenaban hasta arriba de vino caliente especiado, y subían al tejado de la posada a través de su ventana. Allí, tumbados y bebiendo aquel cálido brebaje, reían y comentaban las peculiaridades más graciosas de los clientes del día, o incluso los exabruptos más originales que había soltado el posadero, que no eran pocos. Cuando se terminaban sus jarras, borrachos y felices, bajaban de nuevo a su habitación, con cuidado de no caer, y se acostaban.

Una mañana, Louise dijo que no se encontraba bien, y que lamentándolo mucho no se veía capaz de bajar a la cocina y ponerse a trabajar. El posadero se enfadó y empezó a soltar sus características maldiciones, aunque en realidad no podía esconder su preocupación por la dulce Louise, a quien quería casi como una hija. Leon se ofreció a cubrir a su hermana, y, al contrario de lo que todos, incluso él, esperaban, la sopa de aquel día no estuvo tan mal. Quizá la patata estaba cortada en trozos demasiado grandes, e igual se había pasado un poco con la sal y el jengibre, pero cada cucharada calentaba el cuerpo desde el estómago, y la sonrisa de Leon al servirla predisponía positivamente a la hambrienta clientela.

Al terminar su turno, Leon subió a la habitación para ver cómo se encontraba su hermana y a llevarle un tazón de sopa. La encontró pálida, sudorosa, con el ceño fruncido. Rápidamente, fue a buscar al posadero, quien hizo llamar a un médico al que conocía bien. El médico llegó raudo, con su maletín de cuero y su posado serio, y se encerró en el cuarto con su hermana. Un rato después, se abrió la puerta y de ella emergió el hombre, cabizbajo. Les dijo, en voz baja, casi susurrando, que Louise tenía una fiebre muy alta y muy agresiva, por su rápida evolución. Les dio varios frascos con medicinas, y les explicó qué era cada cosa y cuándo debían dársela, pero que aun así no garantizaba que la muchacha saliera de esta.

Leon la estuvo cuidando día y noche, le llevaba cuencos de sopa cuatro veces al día, y le ponía compresas con agua fría en la frente. Cada mañana, la sentaba en una silla y la acercaba a la ventana para que el sol de Noviembre le bañara el rostro pálido.

Su cuerpo resistió poco más de una semana.

Pocos días después, la paloma visitó a Leon por primera vez. Fue una mañana soleada de domingo. Leon, con las pestañas húmedas y más delgado, abrió los ojos creyendo que los sonidos que emitía su alado visitante pertenecían todavía a sus sueños. Cuando vio a la paloma sobre su mesa, tan tranquila, se levantó de la cama con intención de echarla, pensando que venía a ver si podía conseguir un poco de pan de aquel pobre muchacho. Pero la paloma le sostuvo la mirada y no movió ni un músculo. Leon se arrodilló, quedando sus ojos a la altura de los del ave, y entonces ella se puso en pie sobre sus delgadas patas, dejando a la vista un trozo de pergamino atado en una de ellas. Leon tomó a la paloma con delicadeza, y desanudó el papel enrollado con sumo cuidado. Lo abrió: estaba en blanco.

Se sentó en el marco de la ventana, observando el trozo de papel desnudo, imaginando de dónde podía haber llegado y por qué motivo. La paloma estuvo todo el rato descansando sobre su cojín, esperando pacientemente a que el muchacho decidiera qué hacer. Finalmente, optó por escribir un breve mensaje:

«Querida Louise, hace poco que te fuiste, pero para mí este tiempo ha pasado tan lento como dos inviernos seguidos. Echo de menos tus abrazos y tu estofado, y deberías saber que todos están muy tristes por tu prematura partida al otro mundo. Si llegas a leer esta nota, si esta paloma la has enviado tú, debes saber que te quiero y que allá donde estés, cuando llegue mi momento, te encontraré. Tu hermano, Leon.»

Anudó la nota con manos temblorosas de nuevo en la paloma, y esta, consciente de que ya había cumplido su cometido allí, salió volando hacia el cielo azul. Ese fue el primer día que Leon la vio hacerlo.

Al día siguiente, la paloma volvió. En su pata había el mismo cordel anudado, pero no había ni nota ni papel en blanco. Rápidamente, Leon pidió al posadero un trozo de papel y se puso a escribir otra carta para su hermana. Aquello se convirtió en su rutina de cada mañana. A veces le explicaba las barbaridades que decía el posadero, otras veces le escribía los ingredientes con los que había preparado el caldo aquel día, o que había conocido a una bella dama comprando flores en el mercado. Otras veces le decía que la echaba de menos y le rogaba una respuesta, pero ésta nunca llegaba. Solamente la paloma, con su cordel anudado.

En el fondo de su corazón, Leon sabe que sus cartas las recibe alguien que no es su hermana, que ella se encuentra demasiado lejos como para que una simple paloma, por hábil que sea en su vuelo, pueda alcanzarla. Pero cada mañana, la paloma sigue posándose sobre su ventana y sigue saliendo con su nota anudada en la pata, hacia algún lugar de este mundo, hacia el noroeste, o más al norte, más arriba.

Una respuesta a “La paloma mensajera”

  1. Avatar de Mireia Cotarelo

    Vuelvo a escribir después de algunos meses. Había intentado, no pocas veces, sentarme frente al ordenador y escribir algo, inventar alguna historia, pero las palabras no querían aflorar. Esta mañana he retomado «La paloma mensajera», que contaba con tres párrafos aislados, y he terminado la historia de una sentada.

    No esperaba crear algo triste, no quería que sonara dramático; quería una historia llena de bellas descripciones, con un simbolismo bonito que fuera de la mano de la muerte pero como parte inherente de la vida. Quería hacer de Leon un joven risueño y alegre, capaz de traer esperanza a todos los corazones que han pasado o están pasando por el duro mal trago que supone la pérdida de alguien cercano.

    Al igual que él, todos contamos con nuestra propia paloma mensajera; cada uno sabe cómo hacer llegar sus mensajes a aquellos a los que ya no puede ver. Porque están todos ahí, esperando, en algún lugar al norte del horizonte.

    Espero que os haya gustado.

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Y os doy la bienvenida a mi bosque, donde bestias de tinta se alimentan de palabras y crían historias.