Primera parte
En el desierto de Zhutara, el viento levanta nubes de polvo, haciéndolas danzar como bailarinas en un palacio sin techos ni paredes. Lo barre todo con sus alas fuertes, recias, que no se detienen ante nada ni nadie. Obliga a los intrépidos nómadas y viajeros que lo atraviesan a proteger su piel y sus ojos de las punzantes partículas de desierto que los embisten sin cesar. Pero esto es lo que ocurre solamente mientras la luz solar baña los cielos que cubren Zhutara.
Al caer la noche y cubrir con sus estrellas el firmamento, el viento se torna brisa, y la brisa cesa sin dejar ningún rastro de su poderoso paso. La Luna se levanta en sus múltiples formas sobre aquel mar en calma, sin reflejo, sin ser testigo jamás de la existencia y los designios de los vientos. Es entonces cuando los más avezados se cubren con sus capas, toman sus monturas, y prosiguen su camino a través de las dunas. Pero, ignorando el frío y que, al fin y al cabo, se trata de un desierto, viajar de noche por Zhutara también entraña sus particulares peligros. Los ancianos de los poblados llevan décadas previniendo a los más jóvenes, y por ende, más ignorantes y valientes, de los peligros que entraña la noche para los que osan adentrarse en el desierto.
Les cuentan leyendas sobre espíritus que moran las arenas, serpientes gigantes que se camuflan entre las suaves curvas de las dunas, y sirenas que descienden desde la Luna para llevarse a los hombres más jóvenes y viriles con ellas y robarles su semilla. Todo con el fin de explicar lo único que saben, que aquellos hombres que se adentran en el desierto de noche, rara vez regresan.
El último hombre que desapareció se llamaba Narazu, y tenía entonces veintidós años. Eso sucedió siete meses antes de que Karya, su madre, presa del dolor, se decidiera al fin a partir en su busca. Ambos vivían, junto con sus dos hermanos menores, en uno de los poblados más grandes que rodeaban el desierto de Zhutara. Narazu se había visto obligado a enfrentarse a las leyendas para afrontar una prueba impuesta por el líder de otro de los poblados y padre de su amada. Con el fin de poder desposarla, debía demostrar su valía cruzando el desierto de noche hasta su puerta y desvelarle el misterio que se escondía tras las misteriosas desapariciones. Pero en vez de lograr su objetivo, se unió al ejército de ausencias de Zhutara.
Karya y su familia lloraron amargamente como llevaban haciendo desde que Narazu tomó la decisión de arriesgar su vida por amor. Nunca antes una mujer sola había osado entrar en el desierto, pero Karya, a sus cuarenta años, ya prácticamente una anciana para la media de edad de los habitantes del desierto, pensó que, si solamente eran hombres los que desaparecían, quizá ella tenía una oportunidad. Pero, ¿qué ocurriría con sus dos hijos menores si ella no lograba regresar? ¿Valía la pena arriesgar la vida y el futuro de dos hijos vivos por la remota posibilidad de encontrar a otro seguramente desaparecido para siempre? Fue esa pregunta la que impidió que partiera inmediatamente en busca de Narazu. Durante esos siete meses de agonía, Karya contactó con su hermana menor, desposada a un líder de un poblado a unas millas de distancia, para rogarle que se asegurara de que, en caso de que algo fuera mal, a sus hijos no les faltara de nada. Una vez sus asuntos estuvieron en orden, esperó a la primera noche de luna llena, tomó las riendas del viejo camello de su difunto esposo, y se adentró en el desierto.
A pesar de la ausencia del viento, el aire estático era frío y la arena, que todavía conservaba el calor del sol, reconfortaba un poco las plantas de sus pies y pezuñas. Caminaron durante horas, resiguiendo el camino que en su día debió tomar Narazu para llegar a la aldea sita en el extremo noroeste del desierto. Karya gritaba cada veinte pasos el nombre de su hijo, con la incansable esperanza maternal de recibir una respuesta.
Pero ésta nunca llegaba.
Se sentó en la blanda arena para comer un poco y descansar junto al resistente animal que la acompañaba, mientras observaba la enorme luna blanca sobre su cabeza, y se dio cuenta de que una luz verdosa empezaba a asomar por el este. Pronto, una suave brisa empezó a hacer volar sus canos cabellos. Karya se apresuró a recoger sus pocas pertenencias y se envolvió por completo con gran pañuelo y una tupida capa. En cuestión de minutos, la agradable brisa del amanecer lo arrasaría todo en forma de viento huracanado.
Calculaba que le quedaba ese día y una noche más antes de llegar a la aldea de Amubara, la mujer a la que Narazu deseaba desposar por encima de lo que deseaba vivir. La primera noche había transcurrido sin señales de peligro para Karya y su camello, pero lo que de verdad la asustaba era la tormenta incesante de arena a la que debía enfrentarse durante unas once horas seguidas. Optó por aprovechar los primeros instantes del día, en los que el Sol brillaba con más timidez y el viento no era tan salvaje todavía, pero pudo avanzar mucho menos de lo que pensaba. Rápidamente se vio obligada a buscar cobijo entre las dunas, a la espera de que el Sol volviera a ocultarse.
Encontró a pocos metros una gran duna con lo que parecía la entrada a una cueva de roca cobriza, pequeña y oscura. Se apresuró a entrar y comprobó con alivio que el espacio que había era suficiente para ella y su animal, además de protegerlos completamente del viento. Karya se dispuso a acomodarse en el fondo de la formación rocosa, mentalizada a esperar pacientemente a que cayera de nuevo la noche para seguir avanzando, pero al apoyarse en el suelo, éste cedió, revelando una trampa de arena que se tragó a la mujer.
Karya chilló mientras caía durante lo que le pareció una eternidad. En realidad, debió de recorrer unos treinta metros deslizándose por una pared casi vertical de fina arena y oscuridad hasta que por fin empezó a rodar sobre suelo firme. Se levantó, aturdida, y vio que se encontraba en algún tipo de habitación con una puerta en forma de arco por la que se filtraba la luz. Se dirigió hacia ella y la abrió con relativa facilidad.
Lo que se escondía al otro lado la dejó sin palabras. Se encontraba en un gran palacio subterráneo, iluminado como si se encontrara en el exterior gracias a unas rendijas en la bóveda que formaba el techo, por las que entraba arena y luz a partes iguales. El suelo estaba completamente cubierto de dunas y montones de arena, y solamente en algunos puntos podían entreverse los coloridos mosaicos del suelo. Karya avanzaba con dificultad, observando todo cuanto había a su alrededor, cuando de repente algo crujió a sus pies. Lo desenterró, dejando al descubierto una antiquísima calavera agrietada por su peso y por el del tiempo. La dejó caer al suelo con espanto y se levantó rápidamente. Siguió caminando, y soportó con angustia el continuo crujir de huesos enterrados bajo sus pies, aunque también se cruzó con algunos cuerpos en descomposición, mucho más recientes, que despedían un olor nauseabundo. Llegó a una segunda galería, más pequeña pero sin tanta arena ni cuerpos en el suelo, y allí, su corazón dio un vuelco. Sentado en el borde de una gran mesa de granito, vio a su querido Narazu, sonriéndole, con un rostro feliz y derrochando salud.
—¡Narazu, hijo mío! —exclamó con lágrimas en los ojos mientras se abalanzaba sobre su hijo. Él la envolvió con un cálido abrazo, pero no dijo nada. Se mantuvieron así durante unos largos segundos, ella llorando, y él con los ojos cerrados y una suave sonrisa en el rostro.
Karya lo apartó, sujetándolo por los hombros, y lo inspeccionó de arriba abajo con una mirada nublada por las lágrimas.
—Madre… ¿Qué haces aquí? —preguntó Narazu con torpeza, como si llevara mucho tiempo sin hablar.
—He venido a buscarte, todos en la aldea me dijeron que estaba loca, que debía aceptar que habías muerto, pero mírate… —Su voz se quebró y volvió a echarse a los brazos de su hijo.
Una vez se hubo calmado, se sentaron ambos sobre la mesa de granito y Karya le preguntó qué había ocurrido durante todo ese tiempo. Las respuestas de él fueron vagas, pero a Karya no le importó en absoluto. Sentía una dicha inmensa, y solamente pensaba en regresar a casa con su amado Narazu y ver la expresión de sorpresa de sus hermanos menores al cruzar junto a él el umbral.
Tras unos instantes de silencio compartido, la mano de Narazu la despertó de sus ensoñaciones. Con firmeza, tomó la mano de su madre y la instó a seguirlo. Ella obedeció, curiosa, y se acercaron en silencio hasta una de las galerías laterales. Narazu se plantó ante un montículo de arena, la miró, y acto seguido empezó a desenterrar algo con las manos. Karya se asomó por encima de su hombro, expectante, y al hacerlo, descubrió con horror que se trataba de uno de un cuerpo humano muerto recientemente, que apenas empezaba a descomponerse. El cuerpo yacía desnudo, tumbado sobre su costado, y sus brazos abrazaban un cuerpo invisible a su lado. Narazu le tomó la cabeza suavemente con ambas manos y se la levantó con suavidad, lo suficiente como para que Karya pudiera verle el rostro.
Cuando lo hizo, sintió su corazón arder y su mente quedó cegada por un destello de dolor. Se llevó las manos a la cara, incapaz siquiera de respirar, y miró a su hijo, allí de pie. Pero ya no veía a su hijo. Lo que tenía ahora delante ni siquiera era una persona. Se trataba de una mujer alta, muy alta, con piel de arena, ojos de arena, lengua de arena. Sus manos, con sus dedos largos y finos, sujetaban delicadamente la cabeza de Narazu, de su cadáver.
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