La estación de las luciérnagas

La estación de las luciérnagas

En un mundo lejano de nuestra realidad y tiempo, donde la sociedad se organiza en pequeños núcleos urbanos rodeados de naturaleza salvaje, la humanidad se encuentra al borde de la extinción.

¿El origen? Nadie lo sabe. Ni el más anciano recuerda ya un tiempo en el que la población humana creciera y se expandiera. Se oyen ecos lejanos de guerras, de enfermedades resistentes a todo tipo de medicinas, de aire contaminado y envenenado. La infertilidad es también un gran problema, y los pocos niños que logran ser concebidos, en muchas ocasiones nacen débiles, con problemas para llegar a adultos.

La comida no es un problema. La caza es una fuente prolífica y segura de alimento, pues la vida salvaje abunda, en cantidad pero no en variedad, alrededor de las ciudades. Entre extensos prados verdes, de hierbas altas y montes rocosos, entre sutiles ríos y bosques oscuros, los animales corretean libres y fieles a sus instintos. En ocasiones, se cruzan con algunas pequeñas poblaciones de humanos nómadas, pero éstas se podrían contar con los dedos de una mano.

Jabalíes, perros, tejones, gatos, conejos, gallinas, ratas, cucarachas, polillas, palomas, mosquitos y pulgas. Casi toda la riqueza animal se concentra en estas especies. Pero hay algunas zonas en concreto, a buen recaudo de miradas indiscretas, donde pueden encontrarse pequeños oasis donde habitan los últimos supervivientes de otras especies, casi extintas hace décadas. Es el caso, por ejemplo, de la Ciénaga de las Luciérnagas. En este pequeño resquicio de paz, cada noche de verano, estos pequeños seres dan un baile en su palacio de agua y enredaderas. Danzan con la luz de las estrellas, reflejando sus delicados movimientos en el agua oscura, y, al terminar, le ceden su luz al Sol y se van a dormir.

Cada noche, una espectadora las observa en completo silencio. Se trata de una niña pequeña, sola, valiente y sana. Una niña que no ha conocido la ciudad ni la humanidad, que no sabe del pasado ni del futuro, e ignora todo cuanto no tenga que ver con la comida, la belleza y la naturaleza.

La niña se alimenta de lo que le ofrece el bosque, y duerme sobre los lechos de plantas que parecen dispuestos a propósito para alguien de su tamaño. Corretea con los perros que se lo permiten y juega con el barro de los ríos con los que se cruza. Camina sin reconocer el peligro bajo sus pies porque siempre parece haber alguien cuidando de ella.

Los días en los que el viento se levanta, que son bien escasos, la niña amanece más feliz que de costumbre y baila girando con las hojas que se desprenden de las ramas de los árboles. Ríe, grita de júbilo, salta y sigue el rumbo de las corrientes de aire, plantándose allá donde éstas se detienen.

Uno de estos días, el viento se detuvo, justo al atardecer, a las puertas de la ciénaga. La niña se acercó, curiosa, y sumergió sus pequeños pies en el agua. Su frescor le provocó un escalofrío que la recorrió de los talones hasta la coronilla, pero le alivió los pies cansados de tanto bailar y correr y saltar persiguiendo al viento. La noche cayó sobre ella como un perro sobre su presa, y fue entonces cuando la primera luz se acercó al agua con timidez. La niña abrió los ojos como platos, y sus pupilas se dilataron para absorber todo cuanto veían: del bosque empezaron a surgir pequeños destellos dorados, que se movían con sigilo, como espíritus perdidos en busca de sus cuerpos. La Luna brillaba también de color amarillo, en forma de círculo casi perfecto, sobre su cabeza y junto a sus pies, en el agua. La niña no se movió ni un ápice mientras duró el espectáculo, y apenas parpadeó. Cuando amaneció, en sus ojos cansados brillaba una luz semejante a la que se ve en aquellos que han experimentado lo que es el amor, algo que, por otro lado, ella no conocía en absoluto.

Aquella misma mañana, el viento volvió a buscarla para seguir guiándola en su camino, pero esta vez no lo siguió. Noche tras noche se acercaba a la ciénaga, sin excepción. A veces entraba en el agua y otras veces observaba desde las sombras, pero siempre tratando de perturbar lo menos posible a aquellos seres de luz, pues temía, por encima de todas las cosas, asustarlos con su presencia y no volver a verlos nunca más.  

Cuando soñaba, ella era una luz más, y danzaba con sus compañeras durante toda la noche. Anhelaba poder seguirlas allá donde fueran al terminar su baile y apagarse, para preguntarles todas las dudas que se fabricaban en su tierna cabecita.

Pero esos sueños debían terminar. Abría los ojos y comprobaba, cada vez con más decepción, que volvía a hallarse en su cuerpo de carne y hueso, que estaba sola y desprovista de luz. Nunca había aprendido a hablar, pero algo en su interior luchaba por expresar, del modo que fuera, un deseo.

Le pidió al viento, colocando sus pequeñas manos allá donde sentía más dolor, en su pecho, poder abandonar su cuerpo para convertirse en una luciérnaga, aunque todavía ignorase lo que era. Solamente quería unirse a ese conmovedor espectáculo que, durante las últimas semanas, había sido su única razón de ser. Ya no corría con las corrientes de aire, ni perseguía gatos acompañando a los perros, ni se emocionaba al encontrar una bonita frambuesa madura entre los matorrales.

Se construyó un pequeño refugio con troncos y grandes hojas de helecho, e incluso consiguió labrarse un pequeño huerto de plantas silvestres, de este modo, apenas tenía que alejarse de su preciada ciénaga. Vivía aterrorizada ante la posibilidad de que, de repente, una noche, se acercara a su orilla y las luces no aparecieran. Pero el verano llegaba a su fin, y, con él, la temporada de apareamiento de las luciérnagas.

Una noche de finales de septiembre, la niña se adentró a la ciénaga, como cada día, solo que esta vez, el número de lucecitas intermitentes fue muy escaso. Se dijo a sí misma que quizá estaban descansando, pues llevaban semanas y semanas saliendo a bailar a diario, y que no debía preocuparse. Pero al día siguiente, y al otro, las luces no dejaron de menguar. Poco después, desaparecieron por completo.

La niña lloró y lloró, arrodillada en la oscura ciénaga, mirando el reflejo de la luna y de las estrellas que habitaban en el cielo, viendo con nostalgia cómo se movían y bailaban cuando sus movimientos hacían vibrar el agua. Esa imagen la reconfortó un poco, y dejó de derramar más lágrimas sobre sus mejillas empapadas.

De pronto, una nueva imagen se formó en el reflejo del agua. Empezaron siendo nuevas estrellas anaranjadas, pero pronto se dio cuenta de que se movían, e incluso se iban haciendo más grandes. No detectó en estas nuevas luces los patrones del baile de sus antiguas amigas, pero pensó que quizá ésas eran sus madres, que habían escuchado sus sinceros deseos y habían decidido venir a buscarla. Levantó la vista hacia el cielo, y observó, maravillada, como las luces anaranjadas se iban acercando a ella. Eran tremendamente poderosas y hermosas, e incluso tenían una cola de luz que se extendía tras ellas confiriéndoles la forma de un renacuajo.

La niña se levantó con una gran sonrisa pintada en el rostro, extendiendo los brazos para recibir a aquellos nuevos espíritus que venían a cumplir su más ansiado deseo. Si se hubiera parado a mirar a su alrededor, hubiera visto como todas las luciérnagas salían volando hacia el este, cómo todos los insectos, aves y mamíferos huían en direcciones contrarias, presas del miedo, y cómo en los núcleos urbanos, los humanos se santiguaban, se abrazaban y lloraban. Pero ella no apartó la vista ni un solo instante de aquellas grandes luciérnagas. Empezó a notar una gran calidez sobre su piel, que se fue convirtiendo en un calor muy intenso a medida que las luces se acercaban. Y, de pronto, todo terminó.

La niña adoptó la forma de una graciosa luciérnaga en cuanto sus ojos se cerraron. Se encuentra ahora en un sueño de verano del que ya no debe despertar, y cada noche, sin descanso, sale a bailar con sus compañeras bajo la atenta mirada de su madre renacuajo, de las estrellas, y de una eternamente llena luna amarilla. Y no podría ser más feliz.

3 respuestas a “La estación de las luciérnagas”

  1. Avatar de Mireia Cotarelo

    He escrito este relato para un concurso de escritura de mi antigua universidad. Llevo unos días confinada en casa (por primera vez en toda la pandemia) y quería aprovechar para escribir algo. No tengo claro el origen de esta historia, la verdad, pero una vez hube visualizado a la niña bailando con el viento y viendo a las luciérnagas por primera vez, el resto vino solo.

    La primera noche escribí de una sentada casi toda la historia, pero como el final hacia el que me dirigía era bastante dramático, decidí darme una noche de descanso y volver a pensar en ello al día siguiente. Pero nada cambió. Este es el final que mi historia llevaba implícito y este es el final que le he concedido. Puede ser que sea algo crudo, pero la inocencia de la niña le confiere un toque de ingenuidad y esperanza que no deja un excesivo mal sabor de boca.

    Espero que os haya gustado, comentadme qué os ha parecido el final 🙂

    Le gusta a 1 persona

  2. Avatar de Gerard Insa Ferrándiz
    Gerard Insa Ferrándiz

    Dels relats que més m’han agradat!! Una mica punyent i colpidor però alhora molt tendre. Em quedo amb aquesta frase: «Danzan con la luz de las estrellas, reflejando sus delicados movimientos en el agua oscura, y, al terminar, le ceden su luz al Sol y se van a dormir»

    Le gusta a 1 persona

    1. Avatar de Mireia Cotarelo

      Moltes gràcies!!! Me n’alegro que t’hagi agradat ❤

      Me gusta

Replica a Mireia Cotarelo Cancelar la respuesta

Soy Mireia,

Y os doy la bienvenida a mi bosque, donde bestias de tinta se alimentan de palabras y crían historias.