Lee la primera parte aquí.
Parte II: El crucifijo
La relación entre los soldados y el Padre Hughes era algo complicada. Al siervo de Dios no le parecía bien que unos niños emplearan la violencia para sobrevivir, estaba convencido de que había un modo inteligente y pacífico de resolver cualquier problema del día a día. También estaba convencido de que, si a veces los niños terminaban saliendo mal parados, era precisamente porque habían obrado con maldad, y la violencia se paga con más violencia. Kurt y el resto de muchachos se reían de su inocencia, y lo retaban a exponerse como lo hacían ellos cada día sin su alzacuellos y sus hábitos de cura, pues nadie en todo Londres osaba atacar a un hombre santo, temerosos de recibir la ira de Dios.
—Deberíais andaros con ojo con esas bolas que lleváis, algún día le haréis daño a alguien inocente. —El Padre Hughes hablaba con Kurt sentado en uno de los bancos de madera de su iglesia. Era una tarde de principios de diciembre, y algunos niños habían entrado a refugiarse del frío entre sus altas paredes. El olor a cera fundida, a madera vieja, a piedra húmeda, les resultaba tan familiar y cálida como el abrazo de una madre.
—No es algo que usemos a la ligera, padre —respondió con solemnidad Kurt, mirando al sacerdote a los ojos—. ¿Acaso te crees que nos gusta hacer daño a la gente? Porque no es así, y si viera que alguno de mis chicos disfruta haciendo uso de la violencia, le retiraría la boina roja de inmediato. Y sabes mejor que nadie que no miento, pues ya me has visto hacerlo. ¡Pero debemos protegernos, maldita sea!
—No te alteres, joven —lo tomó por los hombros y le habló en voz baja—. No digo que seas un mal chico, ni tú ni los demás, pero creo que deberíais plantearos las cosas de otra manera. Entrenad el arte de la negociación, aprended a hacer uso de vuestra inocencia infantil, instad a la compasión y espíritu protector de las buenas gentes de Dios. Evitad a toda costa a los maleantes, de los que ya se percibe el aura oscura a suficiente distancia como para evadirlos y huir en dirección contraria. No es necesario que les plantéis cara, nadie os juzgará por ello.
Kurt no respondió, pero mantuvo su mirada al frente y el ceño fruncido. El sacerdote tomó entonces el pequeño crucifijo de madera que llevaba colgado del cuello, y se lo colocó al joven soldado. Kurt miró la cruz que colgaba ahora sobre su pecho, y sin volver la vista hacia el padre Hughes y con voz enfurruñada, le preguntó el motivo.
—Kurt, te conozco desde que eras un renacuajo —respondió el sacerdote—, y por lo tanto, sé mejor que nadie que en tu interior no hay lugar para la maldad. Pero no todo el mundo te conoce y, en ocasiones, tus, o mejor dicho, vuestros actos, dan pie a crear dudas con respecto a tus intenciones. Mira, hijo, yo soy un hombre de Dios, vivo en su casa, bendigo su sangre y su cuerpo, y por ello cuento con su protección. El crucifijo no deja de ser un símbolo, y a ti te hace más falta que a mí.
Acto seguido, el religioso se levantó y se alejó hacia la sacristía, con paso seguro y las manos entrelazadas sobre su sotana.
Aquella noche cenaron anguila con patatas estofadas y pan de centeno. Los niños apuraban sus cuencos, sorbiendo el caldo como si fuera su última cena, rebañando el pan duro para rescatar hasta la última partícula de alimento, y en sus mejillas iba aflorando poco a poco un tierno rubor de satisfacción y calidez. Se acostaron como una población de pingüinos, en pequeños grupos para darse calor entre ellos, y el suelo de madera de la iglesia se llenó de un inocente mosaico formado por cientos de niños que, al menos esa noche, no morirían de frío.
Las noches que pasaban en la iglesia, la fortaleza de los muchachos quedaba desierta, por lo que alguien debía vigilarla. Esa era función de los soldados. Hacían turnos de dos horas, de tres en tres, y de este modo, hasta que la vida no regresaba con el amanecer a la fortaleza, controlaban que nadie pudiera usurpar su preciado dominio. El primer turno, en el que solía haber más ajetreo en las calles, se lo adjudicaban siempre Kurt y los dos soldados de más edad: Caleb y Glue. Caleb tenía dieciséis años, medía cerca del metro ochenta, tenía una mandíbula cuadrada con sombra de barba y unos brazos largos y robustos. Prefería manejar un bastón a las canicas, pues se defendía mejor a distancias cortas, pero para evitar incidentes graves, Chuck se lo tenía prohibido. Glue, apodado así porque huyó de su trabajo en una fábrica de cola, tenía también dieciséis años pero aparentaba muchos menos que Caleb, e incluso que Chuck. Era pelirrojo, los mechones cobrizos le tapaban siempre los ojos, y tendía a babear demasiado, pero gozaba de más puntería que cualquiera de los otros soldados. Cuando una de sus canicas rodaba entre sus manos, todos sabían de antemano que no erraría su objetivo. Solamente podían desear que no fuera dirigida a ellos.
Los tres muchachos se sentaron en lo alto de uno de los muros de piedra a medio derruir, en la cara sur de la fortaleza, mientras sus seis compañeros descansaban hechos un ovillo, envueltos en mantas contra el muro del oeste, sorteando al viento. Caleb sacó un cigarrillo del bolsillo interior de su chaqueta, y lo prendió con un pequeño fósforo. Chuck se lo arrebató de entre los dedos y le dio la primera calada mientras se reía por lo bajo. Caleb le dio un puñetazo suave en el hombro, quejándose de su desfachatez, y recuperó su cigarrillo.
—Chuck, mira que eres canalla —comentó Caleb tras dar una calada al cigarrillo—. Deberías conseguirte tus propios cigarrillos en vez de andar robándomelos a mí. Algún día me quedaré sin uno solo y encima me culparás a mí por no poder fumar.
—Vamos amigo —respondió Chuck—, no seas así. Ya te dije que algún día te los devolveré todos.
—Si tuvieras que devolverme todos los cigarrillos que me has prometido, el mundo se quedaría sin tabaco.
Los tres soldados rieron. De hecho, a Chuck le hizo tanta gracia, que por poco pierde el equilibrio y cae de espaldas.
—Por cierto, Chuck —preguntó de repente Glue—, ¿eso que llevas colgado es un crucifijo?
—Ah, sí. El padre Hughes me lo ha dado hace un rato. Dice que a mí me hará más falta que a él. No entiende que a mí su Dios no me ha protegido nunca. En todo caso, si alguien lo ha hecho, ha sido él. Pero no porque Dios se lo haya dicho, sino porque es una buena persona.
—Y, si es eso lo que piensas, ¿por qué no se lo has devuelto? —Inquirió Caleb, mientras seguía dando caladas.
—Porque sé que se sentirá más tranquilo mientras lleve la cruz puesta. —Chuck acariciaba la pequeña talla de madera mientras respondía. Al pensar en aquel buen hombre, en su rostro siempre afloraba una sonrisa de afecto.
—Oye, no te pongas demasiado sentimental ahora que como alguno de los cabrones borrachos del bar de Lucy salga ahora y te vea así nos vamos a llevar una paliza.
Caleb apuró lo que quedaba del cigarro mientras pronunciaba estas palabras. Acto seguido, lo aplastó contra el muro para apagar la candente ceniza, y lo lanzó a sus pies. El muro en el que se encontraban medía unos tres metros de altura en su parte más elevada, y cubrían los huecos que podían dar problemas con lonas y restos de cuero descartado. Tenían unas pequeñas escaleras de madera colocadas en la cara interior del muro, que usaban para subir hasta allí, y ese era el puesto de guardia predilecto de todos los soldados. Desde allí, tenían una vista bastante buena de toda la calle que se extendía hacia el sur, alejándose del centro de Londres. Era una calle, de hecho, bastante amplia, con todo tipo de negocios, con bares, puestos de todo tipo de comercio, tiendas de artesanía… Era una pequeña excepción en aquel barrio de fábricas, curtidurías y mataderos. También sabían que, escondido entre algún entramado de callejuelas, había un teatro, aunque quedaba lejos de Roger’s Creek. Además, pensándolo bien, tampoco hubieran permitido la entrada a los niños.
Continuará…









Replica a Mireia Cotarelo Cancelar la respuesta