Despertó con el canto de los pájaros, como de costumbre. Con la edad, los huesos se volvían pesados y el sueño ligero. Se retiró el pesado edredón de encima, se incorporó poco a poco, y buscó las gafas sobre la mesita de noche. Era diciembre, y el frío empezaba a morder la piel al salir del abrigo de la cama. Se calzó unas zapatillas sin apenas ya suela que siempre dejaba a los pies de la cama como un perro fiel, y se puso la misma bata de lana de siempre, que olía a naftalina y Vicks Vaporub.
Pepe, o Pepito, como lo llamaba su difunta esposa, había cumplido el mes anterior ochenta y seis años.
Se dirigió con pasos cortos a la cocina, donde encontró los platos sin lavar de la cena de su actual inquilina, María, una joven estudiante de Murcia que había alquilado la habitación disponible de su piso en Barcelona en septiembre del mismo año, coincidiendo con el inicio de su tercer año en la universidad. Estudiaba enfermería, y aunque no solía pasar mucho tiempo en casa y el que pasaba lo hacía estudiando, a Pepe le parecía una muchacha encantadora. Pepe siempre le hacía bromas cuando comían juntos, animándola a estudiar, ya que debería hacerse cargo de él muy pronto y más le valía ser buena enfermera para no acabar con él antes de tiempo. María siempre reía y le prometía esforzarse, y eso le gustaba.
Antes de María, la habitación la había ocupado Alejandro, un hombre de cuarenta y tres años recién divorciado. Por suerte para Alejandro, la convivencia había sido corta, pues pronto pudo encontrar un piso que podía permitirse y en el que disfrutar de su recién adquirida independencia. «Mejor solo que con un abuelo como yo, ¿verdad?».
La lista de inquilinos que habían pasado por esa habitación ascendía a catorce. Desde que enviudó a sus 69 años, sintió la soledad como una carga que no podía soportar, y decidió acondicionar la habitación que había sido de su hija para alquilarla y de este modo tener siempre a alguien en casa, aunque fuera solo en forma de platos sucios, una cama deshecha, o un cepillo de dientes más en el baño.
Su hija, Teresa, se había mudado al Reino Unido por trabajo hacía ya más de treinta años y había creado allí una familia y un hogar, con lo que no se veían muy a menudo. Aun así, Óscar, un joven informático que había sido su inquilino cinco años antes, le instaló Whatsapp en el teléfono y le enseñó a hacer videollamadas, de modo que una vez por semana Teresa y él se veían de este modo, y Pepe podía ver a sus nietos a través de la pantalla. Tenían un perro, una casa con jardín y un monovolumen. Pepe se sentía muy tranquilo y agradecido sabiéndoles felices.
Recordaba el día que le comunicó a Teresa su decisión de alquilar su habitación. Fue medio año tras el fallecimiento de su esposa, y su hija se encontraba en esa época viajando muy a menudo a Barcelona para atender a su padre y ayudarlo con el papeleo y gestiones pendientes. Se encontraban en una cafetería cerca de su casa, merendando. Ella le preguntó el porqué de su decisión, que si era por el dinero ella podía ayudarlo. Pepe recordaba negar con la cabeza y ver anegarse los ojos de su hija cuando le confesó el verdadero motivo:
—Ahora tú volverás a irte, retomarás tu vida, como es natural, y yo me quedaré solo. No quiero enfrentarme a esta soledad.
La primera inquilina fue Maribel, una mujer de 50 años que trabajaba como cocinera en una escuela y que también acababa de quedarse sola a causa del fallecimiento de su pareja. Los puso en contacto la vecina de enfrente, pues sabía que Pepe quería alquilar la habitación y que Maribel, su amiga, no podía hacer frente a su alquiler solamente con su sueldo. Maribel resultó ser, una vez se fue recuperando del disgusto, una mujer de carácter alegre, a la que le gustaban mucho las flores, las telenovelas y la cocina. Pepe y ella vivieron 4 años juntos, y se ayudaron mutuamente a superar sus respectivas pérdidas. Pepe no recuerda haber tenido nunca tantas flores en casa como durante esos años, ni haber comido pucheros tan deliciosos como los que preparaba Maribel (con el perdón de su esposa). Sintió tanta pena cuando ella le comunicó que se mudaba a su pueblo natal en Andalucía, que se planteó no ofrecer la habitación a nadie más.
Aun así, dos meses tras la marcha de Maribel, descubrió hablando con su peluquero habitual que buscaba un sitio donde vivir porque su casero le había aumentado el precio del alquiler y no iba a llegar a fin de mes. Con una toalla caliente todavía envuelta en la cara, Pepe le abrió las puertas de su casa.
Anthony era de Colombia y pasó con él casi un año. Durante las mañanas de primavera, cuando daba el sol en la terraza, se sentaban en una silla plegable cada uno y compartían una cerveza. Las tardes de frío, a menudo jugaban a las cartas, y Pepe estaba encantado de enseñarle todos los juegos que conocía. Con Anthony echó mucho de menos la cocina de Maribel, pero probó algunos platos típicos colombianos que tuvo el detalle de prepararle. También le arreglaba el pelo a veces en casa, e incluso lo afeitaba si Pepe se lo pedía. Aun así, Anthony pasaba muchas horas fuera, e incluso algunas noches, pero nunca le dio problemas.
Pepe recordaba a todos y cada uno de los inquilinos que habían compartido su hogar durante los últimos casi diecisiete años de su vida. Todos le habían aportado algo, en mayor o menor medida, y a todos les estaba agradecido. Incluso las malas experiencias que tuvo y que le hicieron replantearse su decisión de alquilar la habitación de Teresa, con el tiempo, habían perdido la relevancia que les dio en su momento.
Pepe había pasado momentos de miedo y de enfado, pero incontables momentos más de risas, compañía, y de aprendizaje. Por eso la habitación seguía disponible para quien la necesitara. El precio a pagar por confiar en los demás es la vulnerabilidad. Hay personas que hacen daño, y personas que lo compensan con creces. Pepe se decidió a mantener su corazón y su casa abiertos porque, todavía a sus ochenta y seis años, creía firmemente en la bondad de las personas.
–—Señor Pepe, ¡ya estoy en casa! —María irrumpió en casa llenando de repente el silencio de su hogar con su voz, un portazo, y el sonido de unas bolsas de plástico. —He traído pan y cuatro cosas más del supermercado.
—Gracias, gracias, dime qué te debo por favor —Pepe marcó con un punto de libro la página donde se había quedado y se levantó del sillón para ayudar a María con las compras.
—No me debe nada, siéntese no se preocupe —dijo María. Pepe se fijó en que parecía más contenta que de costumbre—. Hoy la comida la haré yo, ya verá. He encontrado una receta en internet que tiene muy buena pinta.
—María, ha pasado algo bueno, ¿verdad? —Preguntó Pepe.
María se dio la vuelta y con una sonrisa le explicó que aquella misma mañana, entre clase y clase, su madre la había llamado para decirle que sus primos favoritos, los cuales llevaban años viviendo en Suiza por el trabajo de su tío, iban a ir a Murcia para pasar las Navidades con ellos. Hacía años que no los veía, y se moría de ganas de que llegara el día 21 para terminar las clases e ir a casa.
Pepe se alegraba muchísimo por ella, de verdad. Pero a la vez, notó la sombra de la soledad cernirse sobre él. Cada año, por Navidad, intercambiaba llamadas para felicitarse las fiestas con muchos de sus amigos, algunos de los cuales habían sido sus inquilinos, y además su hija siempre se las arreglaba para ir con toda su familia a Barcelona para pasar las Navidades con él, pero este año ya había dado la noticia de que no iba a ser posible. Así pues, la pequeña y ridícula esperanza de que María se quedara este año con él, acababa de esfumarse, y se vio solo en Navidad por primera vez en años.
Diciembre fue avanzando, y llegó el día 21. Esa misma noche María y él cenaron juntos: María insistió en pedir comida a domicilio y Pepe se maravilló con la facilidad con la que su joven compañera pidió un festín de comida asiática apenas tocando la pantalla de su teléfono un par de veces. Era la primera vez que Pepe comía ramen, gyozas, y otras tantas cosas que María insistió en que probara. También era su primera vez intentando usar los palillos, y María reía tanto que apenas podía comer. Pepe disfrutó como un niño y descubrió demasiado tarde para su gusto que le fascinaba la comida asiática.
Al día siguiente, acompañó a María a la parada de metro que la llevaría a la estación de Sants, donde cogería su tren a Murcia.
—María, te esperan muchas horas de tren. Sé que tienes que estudiar para los exámenes de enero, pero me he tomado la libertad de comprarte algo con lo que entretenerte por si quieres descansar la cabecita —Pepe le entregó un libro. Estaba envuelto torpemente en papel de periódico, pero María exclamó de sorpresa al abrirlo y lo abrazó. Era un ejemplar ilustrado y precioso de Mujercitas, una de las novelas favoritas de María. —Feliz Navidad, mujercita.
—Es usted el mejor compañero de piso de la historia, Pepe. Feliz Navidad, y prepárese que en apenas un par de semanas vuelvo y lo vamos a celebrar con más ramen.
—¡Ya se me hace la boca agua! —Rio Pepe.
Pepe agitó la mano mientras la veía adentrarse en la boca del metro, contenta con su maleta y su libro a cuestas. Con el corazón en un puño y una sonrisa en la boca, volvió a casa entreteniéndose con la visión de las luces navideñas, los villancicos que escapaban de las tiendas, y los rezagados que corrían a hacer sus compras de última hora.
Al llegar a casa ya la sintió distinta, vacía. Había estado muchas veces solo en casa, pero sabiendo que su inquilino iba a llegar de un momento a otro. Esta vez se trataba de una soledad real, una soledad de la que nadie iba a rescatarlo hasta dentro de dos semanas.
Llamó a su hija, se interesó por los regalos que iba a hacerle a los niños, y le preguntó cuándo creía poder venir a Barcelona.
—Papá, lamento no poder venir por Navidad, pero he conseguido unos días libres y vendré con los niños para Reyes. ¿Te va bien? —El anuncio cogió a Pepe por sorpresa.
—¿Bien? Cariño, ¡ahora no puedo esperar a que llegue enero! —Teresa y Pepe soltaron una carcajada, y enseguida se acercó Tom, el mayor de los hermanos, a saludar al abuelo a la cámara.
—¡Hi abuelo! ¿Qué has pedido a Santa Claus? —Aunque hablaban bien el español, sus nietos tenían un irremediable acento inglés por hablarlo todo el día en la escuela y con su padre. A Pepe le hacía mucha gracia.
—Hola Tommy, pues he pedido un montón de cosas para tu hermano y para ti, ¡incluso para Milo! —Milo era el perro de la familia, un simpático Labradoodle, muy común en el Reino Unido.
—¿De verdad? —A Tom se le iluminaron los ojos—. Pues pide muchas pelotas de tenis para Milo porque le duran muy poco.
Charlaron durante un rato y al colgar Pepe se sentía mucho mejor. Después se acercó al centro comercial e inició la búsqueda de los mejores regalos de Navidad para su familia. Entre su carro de la compra, asomaban varias pelotas de tenis. De pronto, la resolución de intentar hacerse una buena cena de Navidad lo embriagó y se agenció una botella de vino tinto, salmón ahumado y tostaditas, y galets. Se quedó un rato de pie delante de las hortalizas pensando en si sería capaz de hacer él mismo el caldo, y al final desistió y optó por coger un tetrabrik de caldo de Navidad.
Llegó el día 24.
Pepe se pasó el día envolviendo los regalos y adornando la casa. Antes de irse, María lo había ayudado a montar el árbol, pero todavía yacía desnudo en una esquina del comedor. Encontró la caja con los adornos en lo alto de un armario, se puso un casete con villancicos en la radio, y se sorprendió disfrutando de su propia compañía mientras transformaba el comedor en un verdadero hogar navideño.
Se sorprendió al darse cuenta de que fuera ya había anochecido hacía rato, y que las calles estaban desiertas. Se sentó en su sillón para descansar y contemplar el árbol, ahora bien engalanado e iluminado, antes de ir a preparar la cena.
Cuando iba de camino a la cocina, lo sobresaltó el inesperado sonido del timbre de casa. Alguien debía estar tapando la mirilla, porque no veía más que negro, y tampoco se escuchaba nada a través de la madera. Intrigado, descorrió el cerrojo, abrió la puerta y asomó la cabeza.
Se quedó helado al encontrarse en el rellano a una muchedumbre de caras conocidas: Maribel, sujetando una enorme olla, Alejandro del brazo de una bonita mujer con una flor de Pascua en las manos, Óscar con dos botellas de vino y copas en una cesta, Anthony, elegante como siempre con su pelo engominado y un traje azul; y también estaban Patricia, Noelia, Kevin, Lola, Yuri… Todos sus inquilinos, allí, de nuevo en su casa. Y traían una cena de Navidad entera, con sopa de verdad, cordero, polvorones, turrón, champán… Y compañía, sobre todo compañía.
Pepe se quedó un momento sin reaccionar, pero cuando fue consciente de la situación empezó a llorar como un bebé y no pudo parar hasta que hubo abrazado a todo el mundo.
—¿Qué hacéis aquí? —Preguntó cuando fue capaz de articular palabras—. ¿Y vuestras familias?
—Ay Pepito mío —respondió Maribel mientras ponía su mano cálida en su mejilla—, tú fuiste, eres y serás siempre parte de nuestra familia. Además, a saber qué clase de cena de Nochebuena te ibas a preparar dejándote solo, no quiero ni pensarlo.
—Pues te habría sorprendido —respondió Pepe, todavía envuelto en su vieja bata, con sus viejas zapatillas, de nuevo con lágrimas en los ojos y una gran sonrisa, sintiéndose mejor que nunca—. ¿Me dais un momento para ponerme guapo?








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