De la Reina de Corazones siempre se esperó que amara solamente a su propio rey. Ese era su papel: acompañar al Rey de Corazones. Ser su sombra, su complemento. Aplaudir sus decisiones y compartir su lecho. Recibir su semilla y concederle pequeños príncipes y princesas de Corazones.
Ni siquiera ella misma soñaba con una vida distinta. Para las mujeres como ella, que habían nacido con un papel asignado, no había elección. Llevaba su corona roja como su propia sangre con dignidad, y tomaba la mano de su esposo con firmeza.
Hasta que una noche, todas esas creencias se hicieron añicos.
Se celebraba por primera vez en décadas una reunión entre las cuatro casas: Corazones, Diamantes, Tréboles y Picas.
La Reina de Corazones había tratado anteriormente con los Reyes de Diamantes, que gobernaban el país vecino y con quienes mantenían una alianza y varios acuerdos comerciales, pero nunca había llegado a conocer a los soberanos del otro lado del océano.
El Rey de Picas entró en el salón mientras sonaban los violines, solo. Arrastraba una pesada capa oscura que llevaba sujeta a los hombros con dos broches plateados en forma de pica. Su corona, negra y afilada, no reflejaba siquiera la luz, que se concentraba en cambio en sus dedos, cubiertos de brillantes anillos. Se acercó con paso orgulloso al Rey de Corazones dejando un aroma dulzón a su paso y le tendió la mano, esbozando una sonrisa canina. El pulso de la Reina de Corazones se aceleró y sintió su sangre arder por todo el cuerpo.
Cuando el Rey de Picas se dirigió a ella, sintió que el solo hecho de sostenerle la mirada era un acto de traición hacia su rey. El rey extrangero tomó su mano, la besó, y ella la retiró rápidamente, evitando sus ojos azules.
Durante toda la velada, la Reina de Corazones sintió la mirada de aquel hombre oscuro desde todos los rincones del salón, omnipresente, mientras ella buscaba sin éxito a la que debía ser su reina. Tras la cena, se refugió entre las otras dos reinas presentes, y cuando se hizo tarde, se retiró a su habitación evitando cruzarse con nadie.
¿Por qué un solo hombre la había alterado tanto? Jamás había sentido nada igual, ni siquiera hacia su propio rey, para el que se suponía que había nacido y existía, a quien debía amar y proteger. ¿Por qué no sentía con él lo que había provocado el rey equivocado?
Aquella noche, la Reina de Corazones no logró conciliar el sueño. Al día siguiente, no acudió a la cena alegando que se encontraba indispuesta.
El tercer día decidió que debía asumir su papel de Reina y actuar como tal. Se decidió a acompañar a su marido y disfrutar de la velada.
Cuando llegaron al salón, lo primero que vio fue al Rey de Picas al fondo de la sala, charlando con los Reyes de Tréboles. Durante la cena, sus ojos la traicionaban constantemente, atraídos irremediablemente por la presencia de aquel hombre vestido de negro y plata. Tras la cena, con las luces atenuadas y algunas parejas bailando en el centro del salón, se dirigió a uno de los sirvientes para pedir una copa de vino tinto para calmar sus nervios. Tras ella, una voz grave habló. La Reina de Corazones se erizó como un gato y se dio la vuelta, derramando el vino sobre el Rey de Picas. Azorada y entre disculpas, le pidió que la acompañara a buscar a su doncella para que limpiara el desastre que ella había causado.
Aunque él insistió varias veces en que no tenía importancia y que podían encargarse sus propios sirvientes, al verla tan compungida, finalmente la siguió. Caminaron, aunque ella más bien corría, por los pasillos desiertos y oscuros, hasta que él la cogió del brazo y la hizo detenerse en seco. La arrinconó entre él y la pared, y la miró con esos ojos que tanto la alteraban.
“Tranquila, Su Majestad”, le susurró. Siguió caminando por el pasillo, y ella se quedó recostada en la pared durante unos segundos, con la respiración entrecortada. Al no escuchar sus pasos, el Rey de Picas se giró y la vio tal como la había dejado. Se acercó de nuevo a ella y apretándola con fuerza contra la pared con su propio cuerpo se lanzó a devorar sus labios. Se besaron con ansia, con hambre, con desesperación. Ella se agarró, con las uñas como zarpas, a su torso, a su espalda, a sus hombros. Él la estrujó entre sus brazos, recorrió todas sus curvas con las palmas de sus manos, buscando retener la forma de su cuerpo en su memoria. Se entregaron el uno al otro dejando a un lado sus papeles regios y obedeciendo solamente a sus instintos más básicos. Dejaron atrás sus papeles como Rey de Picas y Reina de Corazones, y sus majestuosos trajes reales y sus lealtades, cuando entraron en los aposentos del Rey de Picas. Cuando salieron, para la Reina, todo cuanto había creído había cambiado para siempre.
A partir de entonces, durante las noches, siempre buscaban una excusa para ausentarse de la fiesta y encontrarse a solas. La Reina de Corazones no sabía si lo que sentía era amor, pero desde luego se trataba de una atracción que no podía ni quería evitar, y desde luego, no deseaba que terminara jamás.
Una noche, tumbados en la cama, ella le preguntó por la Reina de Picas.
“Ella no va a volver”, le respondió él. “Pero la amé más de lo que podré volver a amar jamás a nadie”.
El Rey de Picas empezó a leerle de vez en cuando algunas cartas que había escrito y que jamás envió como si fueran inocentes tentativas de arte, pero lo que ella escuchaba eran palabras de un corazón herido y blindado que seguía amando, que no quería olvidar.
La Reina de Corazones se sintió una completa idiota. Idiota por creer que tenía algún poder sobre su destino. Por no tener en cuenta que hay deseos que son cosa de dos. Por dar por hecho que la química y la física entre dos personas lo son todo. Por no saber que amor y deseo no siempre van de la mano. Por decidir por su cuenta los sentimientos de otra persona. Porque se dio cuenta de que siempre había sido y sería un juego.
Y el único juego en el que Rey de Picas y Reina de Corazones tienen sentido juntos es el Solitario.








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