Rana acababa de cumplir trece años cuando se ganó ese mote. Siempre había sido un niño más bien introvertido, el foco de todas las burlas y la diana de todas las piedras. Cuando empezó la secundaria en el Instituto Las Marinas, se dio cuenta de que era la oportunidad perfecta para empezar de cero. En el colegio tenía su papel asignado, pero en el instituto, nadie lo conocía.
El primer día de clase se engominó el pelo rubio hacia arriba, hasta que quedó tieso como estacas de madera. Dejó las gafas de montura roja en casa, y adoptó la mirada de Clint Eastwood, tratando de sobreponerse a sus cuatro dioptrías de miopía. Cambió su mochila de Los Vengadores por una negra sin ningún tipo de dibujo en ella. Y cambió todos sus jerséis por sudaderas de su hermano mayor.
El pequeño Gustavo se despidió de su madre, que le deseó buena suerte con una mueca de extrañeza ante el nuevo estilo de su hijo, y se fue caminando hacia el instituto en su primer día de clases.
—Qué pasa chavales, todos nuevos por aquí, ¿no?
Gustavo se acercó a un grupo de cuatro niños que había visto en su misma clase. Era la hora del recreo, y masticaba un bocadillo de atún mientras escondía su chocolatina en los grandes bolsillos de su sudadera. Aunque fingiera ser otra persona, no era tan fácil olvidar lo que sucedía cada recreo en su antiguo colegio.
Los cuatro niños se giraron para mirarlo a la vez. El más alto, un chaval pecoso, de pelo castaño y grandes rizos, fue el primero en hablar:
—Pues como todos. Pero nosotros venimos todos del mismo cole. ¿Tú de cuál vienes?
—Ah, de un cole de lejos —respondió nervioso Gustavo—. Seguro que ni lo conocéis. Me acabo de mudar con mi familia.
Era mentira, pero los cuatro niños parecieron creerlo.
—Me mola tu peinado — habló el que se encontraba justo a su derecha, un niño de pelo rubio oscuro de punta, aunque no tanto como el de Gustavo.
—No seas marica— El más corpulento de los cuatro, de ojos rasgados, acompañó su comentario con un puñetazo en el brazo de su amigo. Gustavo tragó saliva.
El único que no habló fue un niño muy pálido con gafas.
Rápidamente, el grupo de cuatro pasó a ser de cinco. Cuando Gustavo llegó, todos tenían ya sus propios motes: Lion (el más alto, el primero que habló), Chino (el de ojos rasgados), Pollo (el rubio), y Casper (el de las gafas). A él lo bautizaron como Rana, por el simple hecho de que se llamaba Gustavo, y porque Pollo, por su pelo rubio, ya estaba cogido.
A la salida del instituto, los cinco solían ir directos al colmado de la calle de enfrente, y mientras Casper compraba Monster y Coca-Cola, el resto robaban algo de comer. Las primeras veces que fue con ellos, Gustavo estaba tan nervioso que prefirió quedarse fuera “vigilando”. Pero pronto llegó el día en el que se atrevió a entrar con sus amigos a la tienda, contribuyendo al botín con una bolsa de gominolas que se metió torpemente en el pantalón. Cuando se lavó la cara esa misma noche, le pareció que tenía los ojos más saltones.
Un día, sus nuevos amigos descubrieron que a Casper le gustaba coleccionar cromos de los Vengadores. Encontraron un par de sobres sin abrir en su mochila. Los cuatro se rieron de él y le arrebataron los sobres, obligando a Casper a saltar por toda la clase para tratar de recuperarlos. Gustavo miraba los cromos con deseo, vigilando que sus amigos no lo notaran. Finalmente fue él mismo quien corrió al baño y los tiró por el retrete, al grito de «Friki de mierda».
Esa noche, se horrorizó al ver en el espejo que su piel había adoptado un color verde fangoso. Se lavó la cara, una y otra vez, pero el verde no desapareció. En el salón, el teléfono empezó a sonar.
—¡Gustavo! —lo llamó su madre mientras él se frotaba con una esponja las mejillas hasta hacerlas sangrar—. Ven aquí inmediatamente, tengo a la madre de uno de tus amigos al teléfono. Dice que has hecho algo horrible. ¿Es eso cierto, hijo?
Gustavo salió del baño, arrancó el teléfono de la mano de su madre, y lo colgó con un golpe seco. Su madre lo miró, perpleja. Se levantó del sofá y le dio a su hijo una sonora bofetada en la mejilla irritada.
Gustavo le devolvió una mirada herida y furibunda. Abrió la boca para insultarla, pero todo lo que pudo proferir fue un confuso «Croac».








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