¿Podrías decir cuál fue el día más feliz de tu vida? ¿Lo recuerdas con detalle? Si te esfuerzas, ¿puedes rescatar esa sensación de alegría y ligereza que envolvía tu alma por completo, aunque sea durante una fracción de segundo?
Un cielo gris y luminoso, un océano oscuro y sereno, llanuras verdes salpicadas de casitas de madera de colores, caminos asfaltados desiertos, y cinco bicicletas. Mi día favorito ocurrió hace casi cinco años. Recordarlo surte el efecto inmediato de traer una sonrisa a mi rostro y llevarse mis pensamientos bien al norte. Al principio traté de buscar el elemento responsable de esa sensación mágica, el ingrediente clave entre todos los posibles componentes. ¿Serían las bicicletas? ¿Sería Irlanda? ¿Sería el grupo formado por mis cuatro amigos y yo? ¿Sería la soledad de las carreteras vacías y el viento empujándonos desde detrás como un padre empuja suavemente a su hijo en los columpios?
Tantas y tantas veces he pensado en ello.
El otro día, mantuve una conversación sobre esta clase de momentos. Fue una charla de madrugada, sentada en el suelo de la cocina con un vaso de leche fría en las manos. Mientras daba largos sorbos, escuchaba el relato del día más feliz de la vida de otra persona. Reconocí en ella la misma sonrisa, la misma mirada soñadora, el mismo anhelo de volver a vivir aquella misma experiencia por primera vez de nuevo.
«Hay cosas que sólo pueden y deben vivirse una vez», le dije, «porque aunque tratásemos de repetir exactamente los eventos que se dieron en su día a la perfección, si intentáramos volver a sentir aquello que sentimos, tan solo conseguiríamos llevarnos una decepción. Como cuando ves una película o lees un libro por primera vez y se convierte en tu favorito: por más tiempo que esperes para volverla a ver o releerlo, nunca volverá a ser lo mismo. Puedes seguir sintiendo una gran admiración, puede seguir entusiasmándote, pero nunca más te sorprenderá. Nunca más te cogerá desprevenido ni te encontrará en la misma situación en la que lo conociste. Lo mismo pasa con estos momentos. Cuando vives algo tan especial, lo más sensato que puedes hacer es guardarlo con ternura en tu interior para siempre y aceptar que no se va a repetir. Una obra de arte puede ser admirada en infinitas ocasiones, pero sólo puede crearse una vez.»
Otras experiencias vendrán, igual que en el amor: ninguno es igual al anterior, y cada vez que lo vives aprendes a querer de un modo distinto, ni más ni menos. Los recuerdos deberían considerarse del mismo modo, pues la felicidad de lo inesperado no puede forzarse, y nunca sabemos bajo qué forma se nos presentará.
Así que en ese mismo momento, con el vaso de leche todavía frío pero ya vacío en mis manos, pensé que quizá el ingrediente que buscaba no lo encontraría ni en las bicicletas, ni en el viento, ni en la visión lejana de unas focas descansando sobre las rocas en el agua, ni en las bromas que nos gastamos, ni en el verde esmeralda que lo envolvía todo.
Quizá ni siquiera tenga nada que ver con las islas Aran, ni con Irlanda, ni con el verano, ni conmigo misma.
Quizá lo que ocurrió es que, aquel día, simplemente fuimos cinco jóvenes en una isla casi desierta que tenían una cosa en común: unas ganas tremendas e irrefrenables de vivir.
Quizá eso nos convirtió en un pentagrama perfecto en el que cualquier combinación de notas hubiera generado una melodía sencillamente preciosa.
Tan fácil cuando ocurre y tan difícil de encontrar.









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